jueves, 9 de enero de 2014

La domesticación de los jueces


 No me cansaré nunca de repetir la absoluta vigencia del axioma lampedusiano: es preciso que todo cambie para que todo siga igual.
Toda la historia de la humanidad, como ya nos enseñó Marx, no es sino la lucha canallesca promovida por el capital para hacerse con el  poder no sólo circunstancial sino definitivamente.
La mayor parte de las veces sucede que los dioses son ferozmente traicionados por sus criaturas.
Yo, particularmente, no tengo la menor duda de que la intención del Dios bíblico era buena, pero éste parece que no contaba con el jodido Lucifer.
¿Supone esto que Dios no es tan omnipotente como se afirma?
Seguro, el poder se autodevora a sí mismo cuando no encuentra ninguna clase de competencia, de manera que Lucifer, a lo que parece, no fue sino un intento de clonación del propio Dios, pero Dios, por definición, no puede haber más que uno, de modo que Lucifer, despechado definitivamente, no tuvo otra opción que dedicarse a promover el mal.
Pero yo soy de los que opinan que el mal no necesita ninguna clase de promoción puesto que se promueve por sí mismo.
Decía el puñetero Lavoissier que en la naturaleza nada se crea ni se destruye todo ¿o sólo? se transforma.
Estoy tratando de decir lo más brevemente que me es posible que el mal es el estado natural del mundo porque Dios no es que no exista sino que es perfectamente vulnerable, por lo menos, en teoría, en tanto en cuanto decidió que su criatura, el jodido animal humano, fuera, por lo menos en su fuero interno, esencialmente libre.
O sea que el hombre es la espoleta retardada que el diabólico Lucifer le ha puesto al juguete favorito de Dios, la Creación.
Y es que no se puede, mejor, no se podía independizar de un modo absoluto a ese Universo apenas terminado de crear, otorgándole la posibilidad de autogenerarse sin que ese impulso irresistible de autodominio, de autogobierno, concluyera lógicamente también por autodinamitarse.
Y en eso estamos.
No se puede decir “crecer y multiplicaos y poblad la Tierra” sin que la maldita semilla de Adán pretenda apoderarse totalmente del mundo de una manera definitiva, y “definitivo” significa que aquello de lo que se predica ya no puede modificarse.
O sea que o el lenguaje es esencialmente mentiroso y nunca dice realmente la verdad, yo creo firmemente que ni siquiera lo pretende, o todo lo que se nos está diciendo desde todos los ángulos no es cierto. O sea, es falso.
 Así las cosas, quizá este discurso debería de acabarse aquí, pero el discurso filosófico como todo río que se precie es incontenible.
 De modo que el jodido Lampedusa, allí, en su oscura y bien nutrida biblioteca, adquirió la seguridad de que no habría jamás paz en el mundo si no se combatía al marxismo a fondo, o sea, desde el oscuro lugar desde el que esta arrolladora ideología había nacido, desde el corazón de las tinieblas.
 Porque allí, enterrado en el corazón de todos nosotros, yace el impulso realmente liberalizador de nuestra raza, el deseo de la auténtica redención: que todos seamos iguales desde el punto de vista de la asquerosa economia polìtica tal como lo somos desde el punto de vista de la naturaleza.
 Decía esa basura que ahora nos gobierna que el marxismo y su hijo predilecto el comunismo no son sino el resultado de la envidia igualitaria.
 Y no es verdad, el comunismo no es sino la simple emanación de la consciencia humana: ¿por qué, si todos somos hijos de varón, no sólo hemos de ser desiguales sino lo que es mucho peor la mayor parte de todos nosotros no tenemos otro destino que servir, como esclavos, a un número reducidísimo de canallas?
 De ahí al “proletario de todos los países, uníos” no había siquiera ni un paso y desde aquí al “es preciso que todo cambie para que todo siga igual” había mucho menos distancia aún.
 De modo que aquel designio primigenio divino nos ha llevado adonde ahora estamos:
 1º) todos los ocupantes de la Tierra se consideran con el mismo derecho a disfrutar de los bienes de la misma y
 2º) hay que luchar a muerte y con todas las armas para que ese deseo, esa intención, ese conocimiento no se cumpla nunca.
 Y aquí es donde interviene ése que se ha dado en llamar “poder judicial” y que el gran hipócrita de Montesquieu incluyó en su famosa falacia del equilibrio de los 3 poderes, ejecutivo, legislativo y judicial.
 Y he llamado hipócrita a su autor y falacia a su teoría porque es absolutamente imposible que un pensador de su categoría no supiera que era falso todo lo que propalaba en su famosísima “L’esprit des lois”, ya que hay más de tres poderes y éstos no sólo no tienden a un equilibro sino que luchan ferozmente por imponerse unos a otros porque este afán de dominio omnipotente se halla en la entraña de cualquier poder.
 Me voy a ahorrar el razonamiento conducente a demostrar que el poder judicial no sólo no es independiente sino que no puede serlo.
 “Independencia” significa absoluta capacidad de actuación y es evidente que el poder judicial no sólo no la tiene sino que no puede haberla y por tanto esto no precisa demostración.
 Y esto cualquier persona que se haya preocupado un poco del tema ya lo sabe puesto que se lo plantearon a fondo Sócrates y Platón en su famoso diálogo sobre el “qui custodiat custodes”, ¿quién vigila a los vigilantes?.
 Los jueces no pueden ser, y no son, independientes porque si lo fueran no habría ningún otro poder sobre la faz de la Tierra, “ergo” no lo son, lo que sucede es que la máxima del jodido escriba Lampedusa ha terminado por imperar en casi todo el universo y a los jueces los domina en todo el mundo algo que ha dado en llamarse Consejo General del Poder Judicial o algo más o menos así y que, como ya anunciaron esos dos indocumentados mentales que antes he mencionado, no es sino una ficción que el auténtico poder se ha inventado para jugar con los jueces a su entero arbitrio.
 De vez en cuando, estas marionetas superreflexivas se olvidan de su carácter mecánico y pretenden asumir esas competencias que la teoría general del Derecho hipócritamente les atribuye y tratan de cumplir con su misión.
 Los ejemplos son tan abundantes que nuestra pequeña y reciente historia española está plagada de ellos: el más supremo de todos los tribunales españoles, que no es el Supremo sino el Constitucional, ha estado paralizado prácticamente hasta que el auténtico poder, el económico, ha terminado su larga labor de zapa para hacerse con él, y ha sido un adorno tan necesario como inútil, puesto que ha permanecido prácticamente paralizado mientras que un simulacro de igualdad parece que existía entre las partes contratantes de la primera parte, por darle al tema un lenguaje claramente apropiado a su situación. 
 De modo que va a empezar a funcionar en los temas realmente importantes ahora, que no sólo lo domina la ultraderecha sociopolítica española sino que incluso su presidente lleva colgando de la boca el carnet de afiliado al PP, habiendo resultado inútiles todos los intentos para evitar esta increíble situación.
 De esta manera podemos asistir al espectáculo de que cuando un tribunal ha adoptado una resolución favorable a los intereses realmente democráticos de que los hospitales madrileños no sean privatizados, el resto de los órganos judiciales de nuestra capital han realizado las maniobras necesarias para privar de competencia al referido tribunal y que ésta recaiga en otro que, sin duda, tomará las decisiones jurisdiccionales precisas para que el ingente pratrimonio institucional y humano de dichos hospitales acabe en las manos de los mismos tipos que han decidido su privatización.
 Y todo esto es, ha sido y será siempre así porque los jueces han soportado desde su inicio una ingente labor de domesticación.


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