lunes, 30 de diciembre de 2013

Desconcierto judicial



He pasado más de 50 años ejerciendo ante los tribunales.
He comido, bebido, viajado y dormido junto a cientos de jueces.
Creo hallarme, pues, entre los que los conocen a fondo.
La función crea el órgano. Y lo que hemos dado en llamar órganos judiciales son la creación de la función que realizan cotidianamente.
Los jueces ejercen el poder jurisdiccional o sea que dictaminan cuál es el precepto legal aplicable al caso concreto y, como se suele afirmar, lo que ellos dicen va a misa, de tal manera que sólo otro juez, situado en un escalón judicial superior al suyo, puede dejar sin efecto lo que él ha establecido.
No creo que exista en el mundo otra función que se asemeje más a la divina.
Y su ejercicio crea, como no puede ser de otra manera, una deformación profesional.
Acostumbrados a que su palabra sea Ley, les resulta muy difícil, si no imposible, transitar por el mundo como personas normales.
Y es que no lo son. 
Su “status” personal está lleno de prerrogativas y privilegios. Incluso la propia Constitución habla de su inamovilidad e intangibilidad.
Esto, en lo que se refiere, a su “status” exclusivamente legal pero, luego, están sus privilegios sociales.
Cuando yo llegué a Cartagena, como jefe de Telefónica, me encontré, por ejemplo, con que a los jueces les pagaba el alquiler de la vivienda, la luz, el agua y el teléfono, el Ayuntamiento.
Luego, cuando comencé a ejercer la profesión, tuve noticias como las de aquel narcotraficante italiano, que se hallaba interno en una prisión murciana y que sorprendentemente fue puesto en libertad por el juez encargado del asunto. Después, se supo, por la intervención telefónica a la que se hallaba sometido el abogado del traficante, que  éste había pactado con el juez su libertad a cambio de 90 millones de pesetas.
Y esto no produjo un gran escándalo. Es más ni siquiera quiso investigarse, se aceptó como un caso más en la historia de la profesión.
Y es por esto por lo que la judicatura española se configuró como una conjunción de señores de horca y cuchillo que podían hacer de vidas y haciendas a su antojo. Y este "status" era una de las condiciones establecidas consuetudinariamente, lógicamente fuera de la ley, pero con una vigencia incluso superior a ésta, de manera que el juez, cuando tomaba posesión de su juzgado se convertía automáticamente en una especie de dios inatacable que podía hacer y deshacer a su voluntad.
 Y se creó una especie de normas no escritas pero ferozmente aplicadas que situaban a los jueces españoles por encima del bien y del mal, con 2 de ellas en la cúspide de esta pirámide consuetudinaria: hiciera lo que hiciera un juez, su actuación era inatacable, de manera que ningún otro juez podía rozar a un compañero ni siquiera con la pluma del ala de un ángel, más le valía atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse de cabeza el mar.
 Pero un juez será todo lo divino que él se crea, pero no tiene más remedio que vivir en sociedad, en una sociedad que, por naturaleza, es esencialmente política, o sea que se halla sometida a las normas que rigen severamente esta actividad humana.
 Un hombre puede ser realmente omnipotente pero su poder se halla limitado por el poder de los otros de su misma especie. Es así, como la "polis", la política llega hasta el corazón de los más impenetrables de los “sancta sanctorum”. El Derecho, la Ley, es el quicio sobre el que gira la puerta de todas las actividades humanas civilizadas, pero, como todas ellas, ha de someterse al que es su destino final: servir a los intereses de los que realmente mandan, o sea, del jodido poder.
 De ahí, que la primera de las normas inderogables de la justicia humana es respetar al poder, o sea, ponerse siempre al lado de los poderosos, de manera que pueda afirmarse siempre que el Derecho y la Ley se han establecido para que los cumplan las personas normales, el pueblo llano y simple, el jodido “demos”.
 De ahì que la democracia y sus normas, incluso en las leyes y códigos, establezcan una serie de preceptos que no tienen otra misión que proteger los derechos de los poderosos: condiciones especiales para procesarlos, normas especiales para someterlos a las distintas pruebas, posibilidad de contestar por escrito las preguntas que se les haya de hacer, etc.
 O sea, que las leyes corrientes son para la gente corriente y los jueces deben de guardarse muy mucho de intentar someter a los poderosos a dichas leyes.
 Esto fue lo que perdió a Garzón y lo que está a punto de significar la ruina total de Elpidio José Silva.
 Lo de Garzón es realmente inconcebible. ¿Cómo a un hombre de su larga experiencia judicial se le pudo ocurrir iniciar una proceso que llevaba casi un siglo durmiendo el sueño de los justos?
 Tanto más cuanto que el Sistema se había encargado cuidadosamente de cerrar todas las posibilidades de apertura procesal de sumarios contra los crímenes del franquismo, promulgando una serie de leyes que, como aquélla otra tan infame del Punto Final argentina, pretendían cerrar para siempre la posibilidad de revisar de acuerdo con la legislación penal internacional todas aquellas monstruosidades que un régimen comandado por la Falange joseantoniana, el Ejército de los Mola y Queipo de Llano, y lo peor, que ya es decir, de la Iglesia Católica fueron capaces de cometer.
 Pues lo del juez Elpidio todavía es más increíble.
 Este hombre, al que lógicamente sus feroces enemigos tachan, entre otras cosas, de loco se ha atrevido a meterse, judicialmente, ni más ni menos que con Blesa, el “alter ego” financiero de Aznar, el santo y seña de todo lo más reaccionario del mundo, una especie de Caudillo redivivo, que le nombró factotum de Caja Madrid, para así disponer de todo el dinero que le hiciera falta, tal como prueban hasta la saciedad los mensajes cursados entre uno y otro, de modo que a éste juez no le van a permitir irse de rositas como a Garzón, su castigo ha de ser absolutamente ejemplar para que se cierre definitivamente la puerta a cualquier otro intento de que la judicatura cuestione al Poder puro y duro, al poder económico.
 Pero hablaba antes de desconcierto. Y éste me lo produce lo que está ocurriendo con el juez Ruz, ése que conoce de los asuntos de Bárcenas y de la Gürtel.
 Ambos asuntos apuntan al propio corazón del PP, en otro país hubieran ya hundido en la miseria a toda esa casta política heredera directa del Caudillo pero aquí, no, porque aquí, cada uno de los pequeños españolitos que viene al mundo no es que vaya a sentir que su corazón sea helado por una de las dos españas, no, no, todo lo contrario, va a ser él, el españolito, el que va a hacer todo lo que esté en su mano por helarnos el corazón a los demás.
 Contemplo, asombrado, como a Ruz no sólo le están permitiendo que realice diligencias que parecen perjudicar definitivamente el prestigio del PP, como el registro de su sede de la calle Génova, sino que habiéndose concluido el período de su permanencia como juez sustituto en el Juzgado nº 9 de la Madrid no sólo no lo han cesado sino que le han prorrogado su permanencia al frente del mismo. 
 ¿Qué es lo que ocurre, que ellos tienen ya en su canana esa bala definitiva que supone la nulidad de todo lo actuado por este juez y le van a dejar que siga haciendo diligencias que ya son, y ellos lo saben ciertamente, absolutamente nulas, para que gentes como yo nos preguntemos qué pasa, es que realmente a este juez lo están dejando hacer mientas a Garzón y Elpidio, cortaron de raíz y seguramente para siempre sus veleidades justicieras?
 De cualquier modo, lo que están haciendo con Elpidio sería absolutamente inimaginable en otro país. 
 Porque a Elpidio también lo protege ese precepto constitucional que establece que los jueces no sólo son inamovibles sino también intangibles.

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