lunes, 23 de diciembre de 2013

Navidades de pedernal


Todo empezó con el asesinato de mi hermano, porque a este pobre hombre, chico, porque nunca acabó de crecer, lo asesinaron, ¿lo asesinamos?, de mala manera unos días, unos meses, unos años antes de Navidad, la Navidad o no es nada o sólo es un estado de ánimo porque el tiempo,  aporías aparte, no es que sea al propio tiempo finito e infinito sino que ni siquiera existe, porque un instante, un segundo ¿qué puñetera cosa es? nada, coño, nada, creo que fue Donoso el que dijo aquello de que cuando lo quieres detener, para contar, para cronometrarlo, ya ha pasado, se ha ido, se ha esfumado, pero es posible que el segundo, el instante, se haya ido dios sabe adonde pero yo, nosotros, nos quedamos aquí, contando otro segundo y otro y otro y otro, de modo que seguimos siendo, existiendo, pensando, sintiendo, viviendo, sufriendo, coño porque esto es lo único que de verdad hacemos, sufrir, de manera que mi hermano Rafael me dolió con todo el dolor del mundo muriéndose, dejándome una herida que es como un hoyo, un pozo, un socavón tan profundo que yo no puedo llenar con nada, al contrario, el jodido pozo crece cada vez más y se hace más hondo y más negro, porque sobre su cabeza, sus ojos hinchados y cansados, llorosos de tanto y tanto sufrir, a pesar de las gotas oftálmicas, pero sobre todo su corazón, golpearon, machacaron, insultaron, vejaron y escupieron todos ellos, coño, pero sobre todo su mujer que le puso los cuernos, accedió al divorcio y, luego, cuando se dio cuenta de que acababa de perder la pensión, fue y le convenció para que se volviera a casar con ella entre capullazo y capullazo con el jodido maromo rumano.
 O sea que no fue sólo la indignidad, que era por supuesto bastante, ni tampoco el oprobio, ni siquiera el recochineo de que ella se limpiara el coño con el paño higiénico y luego fuera y se lo restregara a chiquillo inmaduro que siempre fue mi hermano, por la cara, no, no sólo era eso, sino el desprecio mezclado con el odio que la jodida puta sentía hacia aquel chiquillo que si bien fue capaz de engendrarle un hijo en el canallesco fondo de su despreciable barriga nunca la consideró su igual sino tan sólo la hija del Modrogo, aquella mezcla de borracho y drogata, que iba por las calles del pueblo, haciendo lo que él mismo llamaba “el remolino” o sea una especie de continua contorsión de las caderas y el culo, semejando la labor que un pobre y triste locotonto sexual hacia cuando se tiraba a su triste pareja, otro degradado animal que las autoridades del pueblo permitían que viviera y se acostara con él, en las faldas de la colina que ascendía hasta le inmensa mole del castillo.
 (Si puedo, continuará)

No hay comentarios:

Publicar un comentario