viernes, 27 de diciembre de 2013

Reflexiones sobre el poder


                    Arthur Rimbaud

Hace años, comencé un ensayo, “Progreso y regresión”, del que llegué a emborronar unos 400 folios.

Entonces, como ahora, tenía la convicción de que todo este follón en el que nos estamos revolcando como los cerdos en sus pocilgas, se basaba en el instinto que todos llevamos impreso en el fondo de nuestras almas de gozar del poder.

El poder. El deseo de poder forma parte esencial de nuestra propia naturaleza. Y no me refiero a esa pulsión que se manifiesta en el deseo de matar que acompaña al clímax en el orgasmo sexual, sino en ese necesidad de agigantar nuestra “fuerza”, en el sentido de aumentar, sin ninguna clase de límite, la posibilidad de obligar a todos los que nos rodean a obedecernos.

Es así y no puede ser de otra manera porque el animal humano lo han hecho, Dios o la naturaleza, así de manera que no puede actuar de otra forma.

Todo el esfuerzo civilizador se ha dirigido precisamente a eso: atemperar, limitar, moderar ese instinto de dominio sin el que el hombre parece incapaz de vivir.

Lo que ocurre es que ese feroz instinto va acompañado de otro casi tan omnipresente y vigoroso como él: el de engañar a los otros, que fuerza a este animal antropófago a fingir continuamente, a engañar, a falsear sus deseos, convirtiéndolo, además, en un elemento esencialmente mentiroso, fundamentalmente hipócrita.

Decía Rimbaud, aquel chaval de 15 años que, además de escribir “El barco ebrio” y la “Iluminaciones”, fue capaz de someter sexualmente a un tipo como Verlaine hasta extremos inconcebibles “par delicatesse j’ai pardu ma vie”, lo que demuestra esa mezcla terrible de bondad y de maldad que se confabula en el fondo de nuestra naturaleza y que hace que sea el mismo tipo capaz de llegar a lo sublime al propio tiempo que se envilece, viviendo del modo más canallesco.

Pero, volviendo al tema central del poder, todo lo que estamos padeciendo, todo lo que hemos padecido, todo lo que vamos a sufrir en tanto en cuanto vivamos, se debe a ese canallesco impulso de acumular poder, apetito que, además, es insaciable.

Obama está sentado en su silla gestatoria en el despacho oval de la Casa Blanca y no hay lugar, en los agrestes dominios de su imperio, en los que se acabe de ocultar el sol, pero ahora sabemos que, no contento con eso, ha montado un sistema de espionaje no ya global sino total.

Y ustedes, seguramente, dirán “pero, oiga, como se equivoca usted de tal modo, eso se debe únicamente a un deseo conservador que pretende no perder lo que ya tiene”, y no será verdad porque lo que Obama, y los herederos de los Dulles, pretenden no es evitar la pérdida de una micromillonésima parte de su poder actual sino incrementarlo hasta ese infinito que supone no sólo conocer lo que yo pienso y siento penetrando hasta los más profundos intersticios de mi corazón sino también llegar hasta a allí, el fondo puñetero que yo creí inaccesible de mi propia alma, para hacer entonces con ella lo que les salga del prepucio.

De modo que Aznar no sólo domina la esfera política española, Rajoy y Aguirre interpuestos, sino que extiende sus tentáculos pulposos por todas partes utilizando todos, absolutamente todos, los mecanismos de agrandar su poder, ya sea mediante los Bush, Blair, Murdoch, y lo que es mucho más importante, decisivo, los poderes que operan, que siempre actuarán en la sombra.

De modo que la vida se ha invertido por completo. Ya nada es como parece ni siquiera el dolor, al que tergiversamos mediante un inacabable arsenal de drogas.

Pero lo más falso de todo es eso que hemos dado en llamar “politica”, la que fue más noble de todas las actividades se ha prostituido hasta el extremo.

Hoy, lo político es sinónimo de degenaración.

Y los políticos profesionales hacen todo lo posible para que nuestras vidas se conviertan, otra vez, Rimbaud, en “Una temporada en el infierno”.

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